Video entrevista a Manuel Gutiérrez Aragón
junio 18, 2020Ciclo «Europeas del siglo XX» Marga Gil de Roësset
junio 22, 2020ACTA ADJUDICACIÓN PREMIOS “RELATOS DESDE CASA”
En reunión celebrada mediante videoconferencia a las 18,00 horas en la ciudad de Jerez de la Frontera el 15 de junio de 2020, el Jurado del Certamen “Relatos desde casa” del Ateneo de Jerez compuesto por las personas ateneístas Margarita Martín Ortiz, María del Rosario Carmona Alonso, Paz Cerrillo Cruz, Remedios Jiménez Moreno y Patricio Pérez Pacheco, acuerdan, tras las correspondientes deliberaciones, otorgar los siguientes premios a los textos presentados en el certamen “Relatos desde Casa”:
- 1er Premio: “El aroma de la soledad”, Autora: Paola González.
- 1er Accésit: “Amor en el encierro”. Autor: José Luis Najenson.
- 2º Accésit: “Entre aguacates y lejía”. Autora: María del Rosario Gómez Fernández
Este jurado desea reconocer igualmente como finalistas, y por orden alfabético, los 5 siguientes relatos:
- “Amor y ya” Autora: Asai Luna
- “Arrancarse de la piel el desconcierto”. Autora: Toñi Rojas
- “16 Baldosas”. Autora: Rosa María García Montes
- “El valor de la palabra”. Autor: Roberto A Capria.
- “Galería”. Autor: Julio López Quiroga
El primer premio consiste en un Diploma de Honor, certificado y cuadro de la exposición “Las Duquelas de mi queré”, del fotógrafo jerezano Francisco Javier Ramírez Cachi.
A las personas reconocidas con el 1º y 2º accésit y a las personas finalistas se les hará entrega de un Diploma de Honor y un certificado de reconocimiento. Los relatos premiados serán difundidos, con el correspondiente reconocimiento, en la página web del Ateneo de Jerez y en sus redes sociales.
Esta distinción se entregará en la próxima celebración presencial del día del Ateneísta 2020, sin fecha determinada y condicionada por la actual Pandemia. A los participantes que no residan o no puedan desplazarse a la ciudad de Jerez de la Frontera para asistir a este evento, se les remitirán el certificado correspondiente por correo postal y se le ofrecerá la participación por videoconferencia en dicho acto.
En Jerez de la Frontera, siendo las 20,10 horas de 15 de junio de 2020
Jurado
VALORACIÓN DE PARTICIPACIÓN EN EL CERTAMEN “RELATOS DESDE CASA”
El Ateneo de Jerez desea agradecer su colaboración a todas las personas que han participado en el Certamen “Relatos desde casa” convocado por nuestra institución durante la Pandemia del Coronavirus 2020.
Las circunstancias de confinamiento por 3 meses en nuestras casas, nos han animado a convocar este certamen a través de Internet, posibilitando que escritoras y escritores nóveles, y no tanto, se animen a desarrollar sus capacidades y potencialidades literarias. Para el Ateneo de Jerez ha sido una gran sorpresa y estamos enormemente satisfechos de la difusión y la respuesta dada a este certamen. El alto número de participantes nos anima a convocar el próximo año certámenes de estas características y a realizar un mayor esfuerzo con premios que conlleven un reconocimiento económico además de los diplomas y certificados que hemos ofrecido en este certamen.
El Ateneo de Jerez quiere felicitar expresamente a las personas que desde el continente americano han querido compartir y aportar toda la riqueza que la legua castellana ha ido acumulando a través de los tiempos en Hispanoamérica y que nos hace ser un pueblo hermano.
De los datos aportados por las personas participantes hemos extraído el siguiente informe:
1) Relatos participantes:
El total de relatos presentados ha sido 296, de los cuales:
· 176 personas han presentado un único relato.
· 18 personas han participado con dos relatos.
· 28 personas han participado con tres relatos.
2) Participación nacional e internacional:
Han participado ciudadanos prácticamente de todas las provincias españolas.
Hemos recibido relatos, además de ciudades de España, de Argentina, Méjico, Venezuela, Uruguay, Colombia, Cuba, Costa Rica, Chile, El Salvador, Brasil, Bolivia, EE.UU., Canadá e Israel.
Por países, la participación ha sido la siguiente:
· 204 relatos lo han sido desde España
· 86 relatos lo han sido desde Hispanoamérica
· 4 relatos lo han sido desde EE.UU.
· 1 relato lo ha sido desde Canadá
· 1 relato lo ha sido desde Israel
3) Participación por género:
Por género, y porcentualmente, la participa ha sido la siguiente
· 159 hombres, lo que representa el 53,72% sobre el total de participantes.
· 137 mujeres, lo que representa el 46,28% sobre el total de participantes.
La participación Hispanoamérica ha sido predominantemente de mujeres.
4) Participación por edad
Por edad, y porcentualmente, la participación ha sido la siguiente:
- 60 personas entre 9 y 25 años, lo que representa el 20,27% sobre el total de participantes.
- 139 personas entre 26 y 55 años, lo que representa el 46,96% sobre el total de participantes.
- 60 personas entre 56 y 85 años, lo que representa el 20,27% sobre el total de participantes.
- 37 personas no informan de su edad, lo que representa el 12,50% sobre el total de participantes.
En Jerez de la Frontera, a 15 de junio de 2020
Certamen “Relatos desde casa”
Ateneo de Jerez
RELATOS PREMIADOS
1º premio certamen “Relatos desde casa 2020”
El aroma de la soledad
Abro los ojos con desgana porque mi vecino de la derecha lo hizo quince minutos atrás, y ya prendió la cafetera que inundó mi piso con su aroma algo picante, molestando mi nariz y espabilando mi cerebro.
La vecina de arriba parece que también ya se despertó y se fue derecho a descongelar pan y a hacerse unas tostadas. Casi escucho como pone el aceite de oliva en la mesa y que va en busca del tomate, caminando sobre mi cabeza con pasos pesados.
El de la izquierda, en cambio, es tan sutil que imagino (más que sé) lo que hace al levantarse. Un té, porque no sale olor a nada después del sonido que hace el agua llenando una taza. También imagino que come algo blando, como huevos revueltos, porque solo se escucha el tintineo de los cubiertos contra el plato.
¿Qué olor tendrán mis mañanas?¿Con qué sonido me identifican? ¿Alguno de mis vecinos pensará en mis días? El ruido de la pava, el arrastre de la silla cuando busco ubicarme para poder comer las medialunas que tengo congeladas y que voy poniendo al horno, dependiendo del grado de nostalgia que me atosigue ese día. Cuando la pava silva y ya puedo tomar el primer mate, ¿escucharán el sonido que hago al recostarme en la silla con una leve sonrisa en los labios, mirando hacia la ventana, sin ver los edificios que me rodean, sino las montañas de mi provincia a las que extraño tanto? Sobre todo en invierno, cuando en esta ciudad no se ve ni una pizca de nieve limpia.
¿Escucharán que, a diferencia de ellos, no recibo ninguna visita? A veces, y de noche, se sienten los pasos sigilosos de dos personas a mi derecha, como si dos amantes se buscaran en la clandestinidad de esta cuarentena que nos ha hecho pensar mucho, pensar de más.
¿Qué sonido hace la soledad? ¿Qué aroma sale de un piso para una? Si estuviera en mi país, no estaría sola, probablemente estaría tomando un mate con mi mamá, viendo el noticiero con mi papá, riéndome con mis hermanas. Pero no estoy, no estoy más. La decisión estuvo tomada con la algarabía que generan las cosas novedosas, antes de considerar que habían otros motivos que deberían haber pesado más. La familia por ejemplo, las charlas de la tarde, los almuerzos de domingo. O los amigos de toda la vida, esos que, si los conocieras ahora, no serían tus amigos, porque las personalidades son tan diferentes que no los soportarías. Amigos que llenan tus tardes de sábado con invitaciones para salir por el parque, después de insistir de manera improvisada, que ya habíamos hecho planes.
Ya llegó otra noche y fue un día en el que no hice mucho. Pensé, extrañé, se anudó mi garganta en un arrepentimiento doloroso por hacer las cosas rápido y mal. Ahora cierro los ojos con los sonidos y aromas de otros, con el suave rasgueo de una guitarra a mi derecha; el pasar de unos cubiertos por un plato que, si adivino, eran fideos blancos; o los pasos pesados y las voces de una serie de Netflix algo violenta, aderezada con pochoclo dulce.
La soledad tiene ese aroma, lo sé ahora, prestado. Picante, dulce, salado, inventado. La soledad hace ese ruido, de arrastre, de cuerdas, de Netflix. La soledad en cuarentena no es soledad, es comunidad.
Paola González, Argentina
2º Accésit “Relatos desde casa 2020”
AMOR EN EL ENCIERRO Dos variaciones sobre el mismo tema
EL AMOR A PESAR DE LAS MÁSCARAS II
Durante la Segunda Guerra del Golfo, cuando misiles trasnochados cruzaban la insomne Tel Aviv y la gente usaba máscaras antigás, encerrándose en un cuarto sellado, escribí un cuento con el mismo título. Se trataba de un soldado, a quien había topado la sirena de alarma en plena calle, que buscó refugio en el edificio más próximo y encontró a una hermosa joven rusa, recién emigrada al país, con la que tuvo que entenderse por señas, porque no sabía hebreo ni ningún otro idioma que el suyo. Ambos hicieron el amor a pesar de eso, y a pesar de las máscaras que no atinaron a quitarse…
Hoy, ante la nefasta plaga que asola al mundo, vuelven a verse las máscaras; no como aquéllas, en las que se miraba como a través de un pequeño ojo de buey, sino cuadráticas y astronáuticas o los simples barbijos, similares a los que usaban los bandoleros de las cintas del lejano oeste. No quiero comparar la magnitud ni la índole de ambas pesadillas hechas realidad, sino el hecho de que se deba usar máscaras y estar encerrados en los hogares durante largo tiempo.
En esta segunda versión las condiciones son aún más draconianas, porque el enemigo -ese nefasto virus Corona- es invisible y mucho más difícil de combatir. No obstante, aquí habrá también un soldado solitario, con el arma colgada y un solideo tejido en la cabeza, ambulando por la misma Avenida Ibn Gabirol, antes tan frívola y alegre -con sus cafés, fondas y bares repletos día y noche- y ahora desierta e irreconocible.
Era el único que andaba por allí, buscando uno a uno los números de los edificios a la luz agónica del atardecer. Al fin, entró en uno que conservaba los rasgos del estilo Bauhaus, esa suma de simplicidad y armonía, típico de algunos barrios de la ciudad. Subió las escaleras a zancadas hasta al cuarto y último piso y, luego de varios timbrazos y golpes de aldaba, asomó la cabeza una mujer envuelta en un toallón. Acababa de salir de la ducha y pugnaba por ponerse el barbijo sin soltar la toalla de baño. El soldado, que también llevaba su mascarilla, le ayudó a ponérsela, para que ella pudiera cubrirse.
- Shalom -le dijo- ¿es Usted Ester Belkis?
Ella asintió en silencio
- Le traigo una carta de su hermano, Gabriel, quien está conmigo en el mismo batallón del ejército. -Y le entregó un sobre verde abultado por las numerosas páginas.
La mujer, así como estaba, abrió el sobre en el mismo umbral de la puerta y comenzó a leer la carta. Era una joven de origen etíope, sumamente agraciada, con largas trenzas cobrizas, nariz respingada y pequeños pechos cónicos, que oscilaban bajo la liviana tela de la toalla. Él pensó que se hallaba ante la figura de la mismísima Reina de Saba, rediviva.
- ¡Oh, perdone! -Exclamó ella interrumpiendo la lectura, al darse cuenta de su descortesía- Pase, pase, tome asiento y póngase cómodo…Es que estaba ansiosa por recibir noticias de mi hermano y el correo ya no puede ser tan veloz y expedito como antes. ¿Quiere un café?
- Quiero, pero primero lea su carta con tranquilidad y, si me lo permite, yo puedo preparármelo solo.
- Claro, claro, todo está a la vista en el estante de la cocina; hay café turco o instantáneo…
- Me arreglaré; ¿le preparo otro para Usted?
- No, no, yo tomo té.
- ¿Té, entonces?
- Bueno, gracias…Y lo premió con una sonrisa que fue como una estocada a fondo.
“La belleza siempre me perturba”, pensó el soldado, “aunque no sea una época adecuada para las aventuras galantes”. Y admiró el reflejo de su silueta espigada en el espejo de la sala.
Entró a la cocina de la pequeña, pero ordenada vivienda y preparó ambos brebajes; después de llevarle el té a ella, que seguía leyendo, aún parada, en la sala, se quedó observando las fotos familiares y la biblioteca, repleta de libros. Vislumbró clásicos universales, un Quijote en hebreo, poetas judíos medievales, como Yehuda Halevi, escritores israelíes, como Shmuel Agnón; novelas de suspenso, cuentos eróticos…
Él también era un asiduo lector, y le hubiera gustado hurgar un poco más, cuando la oyó venir.
- Gracias murmuró la joven, ahora estoy tranquila y feliz, por la carta. Mi hermano es lo único que tengo en el mundo, y estaba preocupada por él.
- Me alegro, tome su té antes que se enfríe.
Ella alzó delicadamente la máscara para beber y el ponderó su biblioteca.
- Es también la de mi hermano, compartimos gustos.
Luego ella trajo un vino dulce de Judea, como para levantar muertos, brindaron por la vida y charlaron animadamente sobre sus autores preferidos y aquellos que escribieron sobre el tema de la peste, Poe, Camus, etc., hasta que el reloj de pie dio las doce. A esa altura de la noche, quizá por los vapores del vino y los efluvios de sus propios cuerpos, la mujer había perdido el toallón en algún lado y el soldado estaba como había venido al mundo. Cuando iba a pasar lo que tenía que pasar, ella recordó las prevenciones
- Lamentablemente no podemos besarnos ni tocarnos…
- Besarnos, no, -contestó él, con una chispa en los ojos- pero podríamos usar guantes…-Y rebuscó en su mochila, sacando dos pares de guantes desechables que había traído consigo, como rezaban las ordenanzas.
Ella, vacilando aún, insistió:
- Pero hay que mantener una distancia de dos metros, por lo menos, entre nosotros…
- También eso es posible -respondió el soldado, eufórico- El Señor nos ha munido de brazos, piernas, y extrema flexibilidad; además, nos sobra altura, a ambos.
- A ti lo que te sobra es imaginación – dijo ella riendo- y apagó la luz.
José Luis Najenson Ashdod, 20 de marzo, 2020
1º Accésit “Relatos desde casa 2020”
Entre aguacates y lejía
Mi padre maestro, mi madre maestra y yo… yo rompí, de cuajo, la tradición familiar. No funcionó lo del palo y la astilla. Yo quería ser cajera de supermercado. Podría haberme graduado en universidades, si me apuras, hasta extranjeras, porque dos sueldos de funcionarios, bien administrados, pueden cundir mucho, pero no, yo hice un Ciclo Formativo de Atención al Cliente y me dispuse a luchar por mis sueños.
Al principio, mis progenitores montaron en cólera, ellos querían tener un médico o abogado en la familia, pero después de muchas discusiones, aceptaron mi proyecto vital y solo querían que fuera competente y, sobre todo, feliz.
A los veinte años, puedes ganar un Campeonato del Mundo de Motociclismo, un Tour de Francia, una medalla en unas Olimpiadas, o decidir ser cajera de una tienda alimenticia, como fue mi caso. Por las tres primeras proezas sales en las portadas de los periódicos. Por la última, jamás o, mejor dicho, casi nunca.
Mi primer objetivo consistió en escoger la cadena de supermercados. Lógicamente empecé por la más puntera en cuanto a estabilidad y salario, pero me topé con “El monstruo y el gimnasio”, un libro, mezcla de evangelio y proselitismo, que se les ofrece a los trabajadores, para su estudio y seguimiento. Antes de empezar a trabajar en la empresa, hay que leerlo y hacer un resumen con las ideas principales. Cuando me vi sintetizando, libreta en mano: “los clientes son unos monstruos, que al pasar por la tienda (gimnasio) se convierten en princesas, si los trabajadores aplican todas las recomendaciones…”. Me olió a tufo y del tirón me pasé a la competencia.
La cadena de nombre anglófilo no insistía tanto en el trato “especial” a la clientela, como en el aspecto personal. Antes de hacer desfilar los geles o tomates por las cintas transportadoras, las empleadas nos teníamos que someter a tratamientos de chapa y pintura: rimmel, eyeliner y colorete a discreción. Estas exigencias me parecieron discriminatorias y poco cómodas. Desistí.
Al final recalé en Don Hummus, el super de la esquina. De gestión familiar y propietarios de origen turco. No gano mucho, pero allí trabajo y allí soy feliz.
Aunque, a simple vista, el trabajo de cajera pudiera parecer simple, tiene un punto complejo, detectivesco, psicológico, social y hasta afectivo De entrada, da la sensación de que el único cometido es pasar productos por esas bandas que se mueven, gestionar el cobro y el recuento de caja; pero es mucho más que todo eso. Debemos mantener una medio sonrisa, a partes iguales: agradable y profesional, en el saludo inicial a los clientes que entren en el establecimiento y, si procede, responderemos amablemente a sus preguntas. En otras ocasiones, y sin llamar la atención, nos disponemos a perseguir al ladrón y nos comunicamos por el pinganillo, como en las películas de suspense, con un: “Dos sospechosos en la zona de bebidas alcohólicas”. A la vez, hacemos una especie de terapia con esas personas solas que todos los días vienen a la misma hora, buscan a la misma cajera o panadero y le cuentan que no han pegado ojo en toda la noche o que el hijo que vive en Zamora, les llama a mediodía.
Debo reconocer que hasta he salido con algún cliente. Mientras la compra va pasando, se intercambian, miradas, sonrisas y número de teléfono. El amor se puede colar entre aguacates y lejía. Si en algún turno estoy de reponedora, las ocasiones se multiplican, porque hay un vis a vis directo entre: ¿dónde están los tomates, por favor? y “al fondo del pasillo a la derecha, no tiene pérdida”.
En otras ocasiones, y aunque sientas una especial atracción por el cliente atractivo que tienes a un metro, en cuanto las bolsas se llenan, ya toca despedirse. Con la entrega del ticket y un “hasta luego, tenga buen día”, caduca el idilio inesperado y mental. Es evidente que la mayoría de la veces somos invisibles, contribuye en gran medida el poco favorecedor uniforme con el que nos ataviamos.
Desde hace dos meses y, durante la crisis del coronavirus se ha producido el milagro y hemos pasado de invisibles a héroes. Ahora, de momento, todos se paran a mirarte. La gente nos aprecia, nos incluyen en los aplausos de las ocho, nos dedican artículos en prensa y … esta noche Évole me hace una entrevista. Soy feliz.
María del Rosario Gómez Fernández
Finalistas “Relatos desde casa 2020”
Amar y ya
A veces siento como si mi vida fuera amarilla, y a veces me siento azul, es como si los colores hechos emociones jugaran conmigo, con quien soy y con quien pienso ser.
Existen veces en las que me siento gris, en las que siento que no tengo ningún aporte ni lugar en el mundo, en donde solo pienso en lo pequeña que soy en este planeta que gira y gira sin detenerse… Y a veces me siento verde, sintiéndome la
persona más viva, teniendo ganas de comerme el mundo entero y de correr, de innovar, de brillar.
A veces las personas piensan que tienen la libertad de asignarme un color, diciendo que soy gris y que parece que no hago nada, al igual que hay personas que
piensan que soy azul y que la tristeza me caracteriza por quien soy…
Pero vamos, no soy un solo color, no siempre soy rojo siendo fuerte y apasionada, ni blanca esperando el tiempo pasar con calma, soy todos los colores y en veces soy ninguno, soy todas las emociones y hay veces en que no soy ni una de ellas,
soy todo y soy nada.
Hoy el día simplemente se sintió color negro al igual que hace 2 meses, el día se siente como el primer día en que estuve encerrada sin salir de mi casa por primera vez en mucho tiempo, los días pasan lentos, extraño sentirme color amarillo, extraño sentir
la calidez de ver a mis amigos, de abrazar a mi familia de afuera, extraño que aun cuando no todos coincidimos con los mismos colores todos los días, un poco de color amarillo se asoma entre nosotros cada que vemos a alguien más.
Porque hay veces que la vida te da la oportunidad de sentirte de un color como nunca te habías sentido, como ese color carmesí después de tu primer beso con la persona indicada, como ese color violeta cuando logras algo y tus ojos se llenan de
felicidad.
A pesar de todos los colores que existen, creo que la vida debería de ser amar y ya.
Asai Luna
Arrancarse de la piel el desconcierto
En ocasiones me pregunto si es también el lenguaje un virus. Un virus que nos ha sido dado, que puede mutar, que se multiplica en réplicas casi idénticas en millones de laringes, que nos ha invadido y vive pegado a nuestra mente y a nuestra garganta como un parásito. Un virus de múltiples trompetas, como altavoces que desde los medios nos avisan que hay que resguardarse por lo que pueda acontecer. Como vivo inmersa en la espiral delirante que es esta pandemia, mis cavilaciones siempre terminan adoptando la forma de covid.
Hay días en los que la necesidad de salir de la prisión en que mi casa se ha convertido es un deseo imperante. Empieza a anochecer y casi a hurtadillas, como una delincuente temerosa de que la sorprendan en plena faena, me propongo salir a la calle con el propósito de lanzar, si, de lanzar la basura al contenedor más próximo para no tener que rozar nada. Sigo el ritual previo: Me lavo las manos, me pongo la mascarilla y los guantes y dejo atrás el espacio seguro que es mi hogar.
Otro día más las calles se muestran silenciosas. Deliciosamente desnudas envueltas en una atmósfera putrefacta. En el aire levita una gangrena colectiva que quisiera arrancar de cuajo. Está también brincando sobre los pomos de las puertas, arrastrándose en el suelo, acechando en las barandillas y rodando a traspiés por las calles deshabitadas. Si me cruzo con algún transeúnte, ambos nos apartamos desconfiados no vaya a ser que alguno pudiera llevar pegado el enemigo en su piel. A lo lejos se oyen campanadas de arsénico e incienso. De encierro y entierro. Y la luna empieza a derramar torrentes de luz sobre el silencio mordaz de las aceras. Los escasos minutos que dura mi recorrido se deslizan lentos, sin ruidos, sin voces infantiles. Las ventanas permanecen cerradas, iluminadas. Tras ellas, unos ojos me observan incisivos a través del cristal.
De regreso abro la puerta y me invade la sensación de traer el mal pegado a mi ropa, a mis manos. Trato de desdibujar con jabón bajo la ducha todo lo que en mi piel haya podido impregnarse del atroz bacilo. Como si fuera una serpiente, siento deseos de mudar la piel, de arrancarme del cuerpo el desconcierto.
Un día más. Agotada me reclino ya desinfectada sobre las sábanas pero el sueño me esquiva y el reloj digital de la mesita de noche me muestra parpadeante que son las dos, las tres, las cuatro, las cinco de la madrugada. En breve comenzará a amanecer pero el sueño no llega. Mi mente transita por un laberinto de historias pasadas, vividas y quebradas. De entre los pliegues del edredón casi puedo recoger las piezas del puzzle embarullado que es mi vida. Otra noche de vigilia.
A veces acaba venciéndome el sopor y consigo dormir unas horas. Entonces me visita ese fantasma vestido de pesadilla que no se ve pero que esta y se siente y me despierto sudorosa con los ojos fijos en un punto.
Hoy cuento ya la trigésimo quinta noche confinada. Mi mente discurre azarosa ¿Y si esta situación nos esta permitiendo identificar cuanto escondemos?,¿y si nos está conectando con nuestra vulnerabilidad?, ¿es el aburrimiento imprescindible para que se dispare nuestra creatividad?, ¿nos está invitando a desempolvar viejos sueños? Seguramente sean muchas las reflexiones que podamos extraer de esta situación, pero de cualquier manera, lo que de verdad de verdad deseo es de una vez por todas arrancarme de la piel el desconcierto.
Toñi Rojas
16 BALDOSAS
El albañil y un peón realizaban con esmero y gran dedicación, allá por el mes de diciembre, la reforma del piso que compré con gran esfuerzo y con todas las garantías legales, en una de las avenidas cercana a mi trabajo. Les había indicado -tras obtener los permisos municipales correspondientes- que redujesen más todavía el pequeño espacio de las dos habitaciones y acortasen el largo pasillo, para que pudiesen ampliar el diminuto salón y añadir un balcón en el lugar de la casa que fuera más luminoso, menos frío y donde el sol y un aire suave pudieran envolver mi cuerpo, cuando en mi tiempo libre me apeteciera salir a leer, respirar la brisa o simplemente mirar al cielo sin pensar en nada. Como las obras se retrasaban y se iban a extender en el tiempo, Antonio, el encargado y viejo amigo, me informó de las dificultades surgidas hasta el momento y de la ampliación de los días previstos para terminar la obra al completo. Le faltaba acometer la parte estructural externa más complicada del diseño propuesto: el balcón de mis sueños, pero yo necesitaba habitar la casa con urgencia. Me preguntó entonces si continuaba con la obra. Le dije que no con gran tristeza, le pagué lo acordado por las tareas realizadas y nos despedimos los dos con gran pesar. El resultado de su trabajo fue una vivienda funcional y coqueta pero muy pequeña, aunque lo suficiente para mí, que me pasaba el día fuera de casa y llegaba agotada. Repentinamente todo cambió y un rayo de muerte y desesperación inundó el universo entero. Una pandemia asoló a la humanidad. Y tuvimos que confinarnos. Y ahora que he estado encerrada en mi casa tanto tiempo, he echado mucho, muchísimo en falta la libertad y el consuelo de aquel balcón tan deseado, su claridad de luz, los pasos caminando sobre él de esquina a esquina, la lectura al aire libre, la cercanía -en la lejanía impuesta- con mis vecinos, la presencia total de mi persona en los aplausos de las 8, sentir la lluvia en mi cabello y en mis brazos extendidos -porque las nubes también lloran por cada ataúd solitario-, atisbar las calles vacías e imaginar en un espejismo que se llenaban de bullicio, creer que mirando hacia arriba, el cielo del mundo me arroparía de una dulce vida algodonada y me haría despertar de esta pesadilla que todavía nos persigue… Pero eso no lo tuve y he desfallecido muchas veces. Sé por qué. Me faltaron aquellas inconclusas 16 baldosas…
Rosa María García Montes
EL VALOR DE LA PALABRA
Como todos los domingos, me levanto temprano (¡bah!, 8:30, tampoco es tan temprano). Sin hacer ruido para no despertar a mi esposa y a mi hija, saco a pasear al perro y me voy al bar de la esquina, sin dejar de comprar antes el diario de la trompetita. Saludo al gallego y me siento en la mesa de siempre: pegado a la ventana, mirando directo a la futura cola que se formará en la Fábrica de pastas.
Escucho la vieja máquina de café como si fuera una locomotora a vapor: aunque sale muy rico, creo que el cambio de equipo es inminente. A veces, parece toser.
En pocos minutos, llegan el café con leche y las tres medialunas: dos de manteca y una de grasa.
Abro el diario, separo las distintas secciones y empiezo a leer. Si bien disfruto del ruido de las tazas, del televisor a bajo volumen –generalmente en un canal deportivo- y del sol que se cuela entre las hojas del árbol frente al bar, me molestan las interrupciones. Y las sorpresas.
Un señor (mayor que yo, valga la aclaración, y que nunca lo había visto en este bar) que está sentado en la mesa siguiente a la mía, se da vuelta y me pregunta:
-Perdón, ¿me presta el diario?
Sin mover la cabeza, alzando los ojos por encima de la montura de los anteojos, le contesto que el diario era mío y que todavía no lo había leído.
-El diario es suyo, pero las noticias son de todos.
Pongo mi mejor cara, sonrío falsamente, y mientras me quito los anteojos, comento:
-¿Por qué no lee los que compra el gallego?
-Porque él no compra el que usted lee.
-¿Y por qué no lo compra usted?
La mañana había empezado mal y yo no contestaba de la mejor manera.
-¡Epa, compañero! No se enoje. Mire, para disculparme, me siento con usted y le cuento una breve historia.
La cosa empeoraba. Mis ancestros radicales me habían hecho odiar la palabra “compañero”. Antes que pudiera oponerme, había pasado su taza a mi mesa y sus medialunas.
Intentando terminar rápido, mojo la medialuna de grasa y presto atención. Quizá la historia era corta. Creo que hoy me iba a ir a mi casa a leer el diario.
-Como usted verá, me quedan menos años por vivir que los ya vividos. Pero sé que los que me restan, serán mucho mejor que todos los anteriores.
La frase me pareció acertada, aunque dolorosa. Mi primera conclusión: que para saber disfrutar, había que equivocarse.
-Nada de eso, muchachito. Los errores son los escalones hacia algo mejor. La única manera de llegar al fin de la escalera es transitando todos los escalones.
Grande debió ser mi cara de asombro: o pensé en voz alta, o me leyó la mente. Me acomodo en la silla, presto un poco más de atención y me dispongo a escuchar.
-Las arrugas en mi cuerpo, el temblor de mis manos que día a día aumenta, los lunares, el andar cansino, no son más que el costo de la experiencia. Muchas veces me arrepentí de lo que hice o dije, sin medir si mis actos le dolían al otro. El egoísmo hace mucho ruido en nuestra cabeza y no nos deja pensar con claridad. Las ideas interfieren entre sí, se molestan, se solapan. Y lo que uno no sabe, es que el dolor provocado nos impacta de lleno en el corazón como un búmeran, no solo un tiempo después, sino que además llega cuando no lo esperamos. Y si hicimos muchas cagadas –perdone usted la palabra- el dolor llega en continuado.
-Comentarios interesantes –interrumpo. Pero entiendo poco. Disculpe usted: ¿su nombre?
-Poco importa. Pero para usted puede ser Juan, si le parece. Mire, Mariano…
-¿Pero cómo sabe mi nombre?
-Le cuento. Déjeme empezar. Yo fui cartero en este barrio. Bueno, veo su cara de sorpresa. Es inevitable. La gente no me reconoce. Pero a los que aún viven aquí, los recuerdo por el nombre y dirección, y a muchos los relaciono con una cara, que desde ya le digo que en muchos casos se las ve más avejentada. No es su caso. Aunque usted no lo crea, ser cartero fue maravilloso. Con solo mirar la cara de la gente al recibir las cartas, podía hacer un estudio psicológico de cada uno: los movimientos de los ojos, el brillo creciente en ellos, la tensión en la frente, la dureza de los labios, la sonrisa, y tantas otras cosas, hicieron que con el tiempo, entendiera el valor de la palabra. Ellas, bien hilvanadas, no solo por el valor semántico de la frase, sino cuando se arma desde el corazón, pueden hacer que no se olviden de por vida. Creo que a veces se ordenan solas, siguiendo un designio divino.
No me animaba a interrumpirlo. En pocos segundos me sentí cómodo escuchando a Juan. -El oficio de cartero ha desaparecido. Si, sigue existiendo, pero desapareció. Paradójico, ¿no? Hoy se limitan a llevar tarjetas de crédito, encomiendas, compras en China. Además van en bicicleta o en camioneta. Yo el recorrido me lo hacía caminando y con el bolso al hombro. Bastante maltrecho lo tengo. Y la gente se acostumbró a no escribir cartas. Hubo muchos asesinos del cartero y todos anónimos. Como en Crimen en el Expreso de Oriente, de Agatha Christie. ¿Lo leyó? Vaya, no quisiera contarle el final. ICQ, mensajes de texto, whatsapp (todos me los enseñó mi nietito, no vaya a creer, porque de lo contrario, él ni me conocería…) hicieron que ir al Correo a mandar una carta no exista más. Para empeorar la cosa, escriben con faltas de ortografía puestas a propósito (y otras, de burros que son).
Sin romper este momento mágico, levanté mi mano derecha y con todos los dedos apretados menos el índice, que estaba estirado y girando como rebobinando un hilo, le hago señas al gallego para otra vuelta más de café. ¡Carajo! Siendo más joven que él, coincidía en muchas cosas.
-Mire, Mariano. Cuando yo era un niño, esperaba diciembre con locura. A principios de mes, mi papá evaluaba que tarjetas navideñas compraba. Yo deseaba que fuesen la de los Pintores sin Manos. ¡Cuánta admiración sentía por ellos! Mi mamá se encargaba de escribirlas, una por una. Con trivialidades, por supuesto. ¡Feliz Navidad y Próspero Año Nuevo! La imaginación, escaseaba. Pero del corazón brotaba amor, humildad, cariño, buenos deseos… Había que apurarse para que las tarjetas llegasen antes del 24. Si llegaban después, había sido todo en vano. ¿Se da cuenta de la inocencia de esa gente? Mi mamá me mandaba hasta el Correo con una tarjeta ya cerrada, con la consigna de preguntarle al señor que atendía (que no sé si era Cartero) del costo de las estampillas. Volvía a casa, me daba el dinero y regresaba corriendo con todos los sobres. Compraba las estampillas y me acercaba al mostrador del costado para pegarlas una por una, mojándolas con mi lengua, o cuando se me cansaba, usando el viejo engomador, cuidando que la estampilla no quedase chueca y que los lados superior e izquierdo de ella quedasen a la misma distancia de los bordes del sobre. ¡Qué días felices aquellos!
Rápidamente, empezaron a aparecer en mi mente, proyectadas, un montón de palabras en inglés que reemplazaron a otras castellanas. Mientras Juan sumergía una medialuna en la taza, noté lo empobrecido del diálogo, que no hacían otra cosa que alejarnos uno del otro. Sentí la necesidad de ponerme a leer, a escribir, de contagiar al resto para que también lo hagan. Quizá sea tarde. O mejor dicho, poco. Debía dar de baja mi número de celular, intentando que los otros me llamen al teléfono de línea… Pero ese ya lo había liquidado hace tiempo… Iba a desactivar mi Twitter, borrar Telegram, no usar más ni Facebook ni Instagram, liquidar al Whatsapp… pero no podía hacerlo. Ese viene sí o sí. O al menos, no sé cómo desactivarlo. Y aunque lo lograse, dejarían de mandarme mensajes…y de llamarme. Entendí que era un esclavo de la tecnología. Y que si no seguía el ritmo, quedaría yo en el camino, como habían quedado los teléfonos a disco, el fax, el contestador automático…
Sentí un vacío en el estómago. -¡Mariano! ¿Qué hace? De nada sirve desesperarse. Lo bueno es darse cuenta de lo que pasa. Eso permitirá que se adapte de la mejor manera. El avance de los tiempos es inevitable.
Juan me miraba con una cara de ternura, que me hizo extrañar a mis viejos y a mis abuelos. Le dije que se quedara ahí sentado.
Fui a la fábrica de pastas, compré tallarines para cuatro, una buena salsa, queso rallado y avisé a mi esposa por el celular (que para algo servía) que llevaba un invitado.
Mientras invitaba a Juan a almorzar en casa, me sentí Humphrey Bogart al decirle: -Juan, creo que este es el inicio de una bella amistad.
Roberto Antonio Capria
LA GALERÍA
Me despierto como siempre. Preparo el café en una máquina que ni tan siquiera recuerdo haberla comprado. Creo que fue un regalo de boda. Introducir cápsula, retirar cápsula. Siempre recuerdo en esos momentos la cafetera vieja, esa que habíamos comprado antes de casarnos. Su pitido y borboteo típico cuando el café inundaba su interior era inolvidable. El olor a café con estas máquinas nuevas queda prácticamente castrado, aunque sigue oliendo a café, pero con menor intensidad.
Ella ya ha salido con el coche a trabajar…
Cojo mi taza y me dirijo a la galería. Desde ella diviso el parque que hay frente a nuestro piso. Me siento en mi silla de gelatina. La llamo así porque te sientas sobre ella y tu culo contempla los tornillos y diversos mecanismos que mi humilde cabeza de mecánico inútil no alcanza a explicar mejor. Toda ella está fabricada de un material de color rojo y transparente.
Como siempre, a las 08.45h aparece “El Corredor”. Lo he bautizado con el nombre de Pepe, no sé, me resulta sencillo acordarme de ese hipocorístico. Siempre impoluto, parece un anuncio de Decatlon, sección runing.
Tras un breve soplido al café, me dispongo a darle el primer sorbo de la mañana, al tiempo que Pepe inicia su entrenamiento. Comienza mirando su brazo derecho, seguramente esté programando el runastic u otra aplicación deportiva. Sólo se que lo sigo con la mirada hasta que su imagen se hace más y más pequeña, desapareciendo por completo de mi campo de visión.
Minutos después……
Llega “El Trajeado”.. Ese día estoy contento…
Arturo, le llamo. Traje bien planchado como siempre, chaqueta ceñida y pantalón Slim fit, siempre con zapato deportivo, acorde con los colores variados de sus trajes.
Corte de pelo al estilo alemán de la Segunda Guerra Mundial, engominado y muy rapado por nuca y laterales. Si llevase una esvástica en su brazo derecho, sin duda, parecería un nazi. Andares autoritarios y firmes. Sobre su hombro derecho porta una bolsa deportiva de color negro y rojo, seguramente de marca, aunque no puedo distinguirla desde donde estoy. Va directo al gimnasio, atravesando el paseo del parque…como cada mañana, a las 09.00 h….
“La chica del perro”…siempre aparece. La he bautizado con el nombre de Amanda, me atrae ese nombre y no tengo ni idea del porqué, pero me atrae.
Va con muletas siempre que aparece en el parque para pasear a su perrita. Siempre hace acto de presencia sobre las 10.00 horas. Me hace gracia la prenda rosa que lleva la perrita sobre su lomo. Es ridícula pero me agrada.
Más tarde hay veces que viene el skiter…lo he bautizado como Fredy…me gusta. Pelo largo, vaquero ancho y camiseta negra. Su monopatín siempre va en su antebrazo derecho hasta que llega al parque. Entonces lo posa y las ruedas no dejarán de girar en un largo rato.
Vuelvo a dentro. Preparo la comida. Pronto vendrá ella, mi amor, mi vida.
Siguiente día…
Ella ya se ha ido a trabajar..
Me preparo el café en esa dichosa máquina. Siempre pienso que al día siguiente lo haré en la cafetera vieja, pero nunca lo hago, tampoco se el porqué, pero nunca lo hago.
Voy a por mi taza y me dispongo a salir hacía la galería como cada mañana. Estoy contento…
Suena el teléfono y mi cita con la galería se ve truncada. No saldré ese día, ni el siguiente, ni el siguiente……
Un mes después.
Me levanto y preparo el café en la cafetera vieja, ella la había comprado. Ahora si que el olor a café inunda la estancia. Hoy si me he acordado.
Cojo mi taza y me dirijo a la galería. Hace tiempo que no voy, desde el día de la llamada, pero esa mañana lo intento.
Está lloviendo, nadie aparece. Son las 08.45 horas y Pepe no esta, ni Arturo, ni Amanda, ni Fredy. Solamente son testigo de mi presencia, las gotas que se deslizan por el cristal, como si estuviesen mirándome fijamente durante su efímera vida.
Siguiente día.
Me despierto como siempre a las 08.00 horas. La noche ha sido desapacible. Me encuentro algo cansado, pero decido levantarme y preparar la cafetera.
Dios, como me recuerda a ella ese ruido matutino y ese olor…
Cojo mi taza y salgo a la galería. Me siento y espero….estoy triste esa mañana, como todas las mañanas a partir de aquel día.
Son las 08.45 horas. Esta vez Pepe si aparece, pero noto algo distinto en él. Su pierna derecha está cubierta por una pernera de pantalón Slim fit y no por la maya de runnig que cubre su pierna izquierda
Al rato su figura se difumina ante mí, ante la inmensidad del parque.
Quedo contrariado….
Arturo comienza a entrar en el parque. Se ha dejado crecer el pelo, pero algo extraño aprecio en él, al igual que en Pepe. Su pierna derecha no esta cubierta por un pantalón Slim fit, sino por una maya de runnig.
No le encuentro sentido alguno a lo que mi persona percibe, pero permanezco en la galería.
Aparece Amanda, quien pasea a una tabla de skate atada a una correa de perro y Fredy lleva el pelo corto, al estilo nazi, llevando bajo su brazo derecho una perrita con un simpático abrigo rosa.
Sigo contrariado y muy triste.
De repente lo entiendo todo. La oscuridad que cegaba mis ojos y mi vida, privándome de la realidad, al fin ve la luz.
Mi puzzle perfecto se ha destruido. Ya nada encaja como antes……
Me decido. Hoy seré cobarde por última vez. Abro la ventana y dejo que la brisa mañanera me envuelva, al tiempo que mi rostro refleja la más absoluta de las alegrías…
Ella me está esperando…..
Julio LÓPEZ QUIROGA